El noble arte de acojonarse
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Pasaron muchos años, incluso meses, hasta que volvieron a citarse. Ella estaba muy nerviosa y se hacía preguntas sobre él: “¿Conservaría su buen cuerpo?”, “¿La haría reír como aquel inolvidable verano?”, “¿Seguiría siendo bípedo?”. Todas estas preguntas, y otras más (sobre monos en bicicleta o algo así), la estaban atormentando, hasta el punto de querer irse.
Totalmente decidida a no enfrentarse a su pasado, se levantó de sopetón, como si le hubieran puesto una divertida chincheta en la silla, y ahí se lo encontró, delante de ella, clavándole la mirada.
–”¡¡La cuenta, señoritinga!!” – era el camarero, con voz amenazante, en falsete, por razones desconocidas.
“S-sí, claro” – respondió ella temblorosa y tratando de pagar cuanto antes para poder irse.
Pero cuando se giró 176 grados para salir del restaurante, allí estaba él…
Era un pedigüeño que le pedía un pequeño solomillo a la pimienta con papas panaderas para desayunar. Nuestra protagonista sacó de su bolso un entrecot medio hecho a la parrilla y se lo dio.
“Es lo único que tengo” – respondió de manera huidiza nuestra atormentada protagonista, queriendo huir como alma que lleva el dios.
–”Taxi!!!!”– exclamó sollozando – “por favor, ¡¡¡taxi!!!”
Un taxi advirtió su presencia y se paró a su lado. Ella lo miró, y se quedó atónita.
“¿A que no me esperabas aquí?, ¿eh?” – retorizó el individuo.
Pues sí, queridos lectores, como habrán adivinado, era un taxista que ella no conocía de nada.
“Lléveme a la calle Tengomiedodequeelpresentenoseacomoelpasado, nº50”
“¡A mandar, señora!” – respondió el taxista…
Interior del taxi, by Pépido Antiniers